El demonio y la bollera
Ellen Galford
Traducción de Paula Zumalacárregui Martínez
(Título provisional)
Esta es una obra de ficción. Todas las personas, sectas religiosas y entes del inframundo son puramente imaginarios, y cualquier parecido con la realidad (críticos de cine, taxistas, demonios y fundamentalistas) es pura coincidencia.
Antes del comienzo
Si el planeta Tierra se sale mañana de su eje, echadle la culpa a Rainbow Rosenbloom.
Si nos abofetea un asteroide errante, nos engulle un agujero negro o nos envenena un líquido al filtrarse por esta capa de ozono nuestra hecha jirones, no dudéis en cargarle el muerto a ella.
Rainbow tiene que pagar el pato por el deshielo de los casquetes polares, la desaparición del leopardo de las nieves y la acidez de los mares.
¿Que no es justo? Bueno, la vida tampoco.
Estas son las normas básicas: hay 613 mandamientos que cualquier judío que habite el mundo en cualquier época tiene que cumplir obligatoriamente. Romper aunque solo sea uno de ellos trastoca el universo y desbarata por completo la Creación. Al más puro estilo efecto mariposa.
Menuda herencia de culpabilidad, ¿no? Falsas acusaciones de infanticidio, propagación de plagas y una ejecución política en la Judea romana parecen menudencias en comparación.
Fijaos en Rosenbloom: treinta y tantos años, aficionada a los frutos prohibidos y sin una falda en el armario ni un marido en la cama.
No casándose, Rainbow ha hecho algo peor que escabullirse con engañifas de una fiesta familiar: se ha burlado de la ley establecida en el Levítico. La forma que tiene Rainbow de vivir y de amar —cuando se presenta la ocasión, cosa que no ha ocurrido últimamente— implica actos inenarrables que se pueden comparar con el de arrojar al fuego a los propios hijos en sacrificio a Baal.
Y, hablando de hijos, se ha saltado a la torera la obligación por antonomasia de las mujeres judías: ser fecundas y multiplicarse para repoblar la tribu. No ha hecho nada por reponer las legiones que en los últimos tiempos se han precipitado por un agujero de la historia.
Rainbow no ha pisado una sinagoga en veinte años; en lugar de eso, la encontraréis en el cine. Como crítica para la revisa Outsider, la publicación de la cultura gay y lésbica más importante a nivel europeo, ha transformado su pasión por los ídolos en una
vocación.
Pero ¿qué clase de trabajo es ese para una Buena Joven Judía?
Mucha diversión, un poco de gloria, pero se cobran cuatro bubkes (cuatro perras, como diríais por allí).
Y por eso en estos momentos la encontramos conduciendo un taxi por las calles de Londres. Tampoco es que sea la típica ocupación de una B.J.J., pero tal vez satisfaga cierto anhelo nómada, innato en esta hija de una tribu errante.
Pero basta ya de chismorreos. Estamos a punto de parar su taxi.
Después de dejar a un par de curas jesuitas en la calle Farm, Rainbow atraviesa a paso de tortuga el barrio de Mayfair, que está paralizado. Ha sido un día duro y ha decidido darlo por finalizado. Para relajarse, ha puesto a un grupo clásico de Ozark a aporrear y
puntear el banyo en la pletina mientras ella va marcando el ritmo sobre el volante y asustando a los conductores próximos, que pueden ver, si no oír, sus yuhus escandalosos.
Por eso casi no oye el mensaje de radio control. Cuando lo oye, desearía no haberlo hecho. Dice así:
—Llama a tu tía. Es superurgente.
No es tan sencillo como suena. Para empezar, ¿qué tía? Tiene cinco. Y todas ellas viven la vida en tono operístico. Las crisis y las situaciones tensas es lo que les da la vida. Rainbow hace inventario de las posibilidades: tíos con ataques al corazón, robos en casa, coches aplastados contra paredes de ladrillo, un gran maremoto en la costa sur que engulle el Hotel Kosher Oceanview-Bellavista y a todos sus huéspedes tal y como el mar Rojo se tragó a los ejércitos del Faraón…
Esta última visión le da la respuesta.
Se da un golpe en la frente.
—Ay, Dios, no… ¡Pésaj! ¡El séder de la tía Becky!
En una cabina telefónica, intentando meter baza en el discurso atropellado y encolerizado:
—Lo siento… Pensaba que era la semana que viene. Ya sabes que nunca me acuerdo de las fechas. Vale, he dicho que lo siento, lo siento, lo siento. De todos modos, no podría haber cambiado el turno… De acuerdo, llegaré tan rápido como pueda. No, que no corro, lo prometo. ¿Te crees que me apetece que me quiten la licencia? Sí, conozco el atajo de Walthamstow. ¿Qué? Los pantalones negros de pana y una camisa roja. ¿Por qué? ¡¡Claro que están limpios!!… No, no voy a pasar por casa a cambiarme. Tampoco te gustaría nada de lo que pudiera ponerme, así que… Ya te lo he dicho, no tengo ningún puñetero vestido… A ver, tía, ¡si me quedo aquí hablando no voy a llegar hasta la medianoche!
Lógica aplastante. Gana la discusión, pero pierde la partida. Con este tráfico, se podrá dar con un canto en los dientes si llega a Ilford en una hora.
No importa. Nosotros también nos dirigimos a casa de la tía Becky. Pero nos llevará un poco más de tiempo llegar hasta allí. Unos doscientos años, digamos.
Porque primero tengo que llevaros a otra época y a otro país. Una vega gris, de fango y pantanos, una franja de llanura y los comienzos de un bosque que se extiende, interminable. El mar no está lejos: casi se puede oír al otro lado de las dunas. Desde luego, llega un tufillo a pescado medio podrido.
Entre el bosque y la llanura hay un sendero, si se le puede llamar así, y hoy está lleno de tráfico. Hay bueyes y huesudos caballos que tiran de carretas abarrotadas, mujeres que avanzan a duras penas bajo el peso de los fardos que llevan sobre los hombros, en dirección a un campanario de madera y un grupo de tejados que se apiñan en el horizonte. Bajo los tejados, la plaza del mercado.
Aquí es donde terminan los viajes y donde comienzan de nuevo. Amontonadas, las pieles de las criaturas del bosque que no lograron burlar a los cazadores esperan a ser convertidas en sombreros para hombres santos. Ámbar y arenques salados, camino del sur y del este, se cruzan con sedas que viajan hacia el oeste. Manos que frecuentan bolsillos ajenos. Monedas, de un metal quebradizo y corrupto, fluyen en ríos por entre la multitud, chorreando por las palmas de las campesinas, encharcándose en torno al tabernero y al recaudador de impuestos hasta desaparecer en una corriente subterránea que conduce a la cámara acorazada del príncipe.
Detrás de la plaza, en una calleja, está comenzando otro viaje. Por la esquina aparecen una banda de viento-metal y un amplio grupo de invitados nupciales escoltando a una novia. De pronto, la mula que lleva a la novia se para en seco, a medio camino entre un santuario de la Virgen y los baños públicos de los judíos.
Una mujer alta, repantingada contra el muro de los baños, aprovecha la oportunidad para observar tranquilamente a la novia. El rostro de esta última permanece oculto bajo el velo; el de quien la mira está marcado por líneas y sombras causadas por la falta de sueño y por una alimentación pobre, pero no por la edad. Ha estado mordisqueando un pedazo aplanado de pan de semillas de amapola, pero de repente escupe el último bocado, que acierta por poco a la mula, y tira el resto al suelo. Lo aplasta contra la tierra de un pisotón.
Alguien le da al animal un golpecito en la grupa y la procesión sigue adelante. La mujer los sigue a una cierta distancia, royéndose el labio inferior hasta hacerse sangrar. De pronto se detiene, clava la mirada en la espalda de la novia, que ya casi ha desaparecido, y dice algo entre dientes. Su voz es apenas un susurro, demasiado baj como para que nadie en el cortejo nupcial sea capaz de oírlo. Pero la joven que marcha a lomos de la mula arquea la espalda de repente, como alcanzada por una flecha. Ahora, un súbito revolotear y batir de alas remueve el aire húmedo. Desde los aleros, los agujeros de la madera y las grietas de las chimeneas, todos los pájaros de la ciudad se alzan al unísono y vuelan, en bloque, hacia el mar invisible.
Eso es a lo que yo llamo echar una maldición con estilo. No voy a entrar en si es buena o es mala. Tal vez sea solo una humilde mercadera —se la puede ver en la plaza casi todas las mañanas, matando pollos por encargo—, pero en lo que respecta a las maldiciones es una auténtica Miguel Ángel. Deberíais ver la que se ha currado esta vez.
Pero ¿quién es esta mujer? ¿Por qué está tan enfadada?
Tiene veinte años, se llama Anya y no es ni una cosa ni otra. En virtud de la sangre de su madre, según la antigua ley mosaica, es judía. Según el cura de la iglesia de la plaza del mercado, no lo es. Su padre era leñador y se llamaba como el santo local. Anya se quedó huérfana pronto: los oficiales de recrutamiento se abatieron sobre su padre y se lo llevaron, y su padre nunca volvió; su madre, con mucha sensatez, se murió de pena.
Anya vaga entre la aldea del bosque, donde vive la gente de su padre, y el dorf judío que está a medio kilómetro de distancia, al borde de la llanura. A ambos lados, los niños le lanzan piedras e insultos: en el bosque, «Anya, la asesina de Cristo»; en el pueblo, «Anya, la apóstata».
Sus padres y sus hermanos mayores, después de uno o dos intentos desafortunados, prefieren divertirse en otro sitio. El pueblo tiene muchas chicas con mejor disposición, y también más guapas.
De todos modos, Anya no necesita su dinero. Tiene —o ha robado— un gallo y unas gallinas. Crecen y se multiplican: se rumorea que conoce un hechizo capaz de paralizar a los zorros.
Y ¿quién es la novia? ¿Qué tiene que ver con Anya?
Se llama Gittel. Proviene de una familia muy humilde del dorf judío.
Y Anya la apóstata no puede perdonarla por lo que acaba de hacer. Puesto que Gittel y Anya se han jurado hermandad eterna. Se han pinchado las palmas con una rama afilada y han dejado que la sangre se mezcle. De Anya, Gittel ha aprendido a nadar en el arroyo, ha descubierto de dónde vienen los bebés y ha conocido la impactante noticia de que Dios no es necesariamente el único Dios (también existen Cristo, y la madre del maíz, y el antiguo dios del trueno). A veces Anya ha deslizado la mano bajo la ropa de Gittel y se ha tirado allí un buen rato. Gittel, viendo que le gustaba, ha investigado y frotado un poco a cambio.
También le ha correspondido dándole a Anya cosas con las que soñar.
Pues Gittel le ha contado a Anya que la carretera que llega hasta el pueblo también sale de allí, hacia lugares imposibles de imaginar. Un viajero con el suficiente tiempo y capacidad de resistencia solo tiene que cruzar siete ríos y luego atravesar una cordillera que se eleva lo suficiente como para darle un mordisco al cielo. Al otro lado, a lo lejos, se extienden otros países, a cada cual más extraño. Hay un reino de sabios, un reino de tontos, un reino donde las mujeres llevan la batuta y los hombres paren los hijos, un reino donde la gente anda del revés y otro donde incluso los nobles son judíos. Este último es también el reino de Salomón, el rey mago, que dicta sentencia sobre los pájaros, las serpientes y los demonios, así como sobre la humanidad.
En una de estas tierras, prometió Gittel en una ocasión, Anya y ella hallarían juntas la felicidad.
Pero ahora todo eso es agua pasada. Hay un novio de por medio. Socialmente es todo un éxito: el joven no solo es un gran erudito de la Torá, sino también el hijo de un matrimonio que tiene una tienda en el pueblo. Nada de un tenderete en la plaza o una mísera tabla sobre un caballete, nada de un fardo de vendedor ambulante, ni tampoco una pila de utensilios en un carromato, sino unas instalaciones como Dios manda, con sus estanterías, su puerta y su letrero pintado. La familia de la novia se regodea en las felicitaciones de los vecinos; la propia Gittel cree estar encantada.
Anya la apóstata, ni qué decir tiene, no lo está. Esta mañana, mientras llevaba al mercado la jaula llena de aves de corral vivas, se ha lamentado ante cuanto diablo y ángel conoce de nombre y ha invocado a los antiguos espíritus del bosque y de la llanura.
Dice que Gittel le ha robado la vida.
Así es como he llegado yo, en respuesta a sus sollozos. Mi misión es vengarme robándole el alma a Gittel.
¿Que quién soy yo? Un dybbuk: un demonio de todas las formas y de ninguna forma. Mi profesión consiste en entrar por la fuerza en las mentes de los mortales; mi especialidad son los judíos.
Respondo por muchos nombres. La mayoría, impronunciables para una lengua humana. Aparte de Kokos. Así que tendrá que servir ese.
Como ya os he dicho, la maldición que le ha echado Anya a Gittel es una obra maestra. Lo que tenemos aquí es una construcción verbal de complejidad bizantina, un pequeño palacio de odio, con galerías llenas de espejos, estancias secretas, jardines envenenados, cámaras de tortura y una serie de pasadizos subterráneos que avanzan excavando hacia el futuro lejano. Lo esencial de todo esto, una vez me abra camino a machetazos por entre la exuberante y tóxica maleza, es el deseo de que Gittel sea poseída por un dybbuk; que decepcione a su marido dando a luz únicamente hembras, y que las primogénitas que sobrevivan sufran una aflicción similar hasta llegar a la trigésimotercera generación.
La primera fase de mi misión parece de lo más sencilla. Pongo en marcha los procedimientos habituales: me deslizo dentro de Gittel; le hago graznar balbuceos con una horrible voz de cuervo; le hago mirar con ojos de loca; hago que las camas, mesas pesadas y el fuego de la chimenea crucen la habitación volando por los aires. Todo esto provoca que sus amigos y familiares se caguen de miedo, aunque yo siento que Gittel, en el fondo, disfruta con el revuelo.
No sé por qué se preocupa toda esta gente. Ni que estuviera intentando matar a la chavala. Eso me obligaría a abandonar el caso antes de empezar. Por desgracia, he subestimado a mi oponente. Puede que el cariñoso novio de Gittel sea poca cosa, pero es el alumno estrella, el favorito del temible Shmuel ben Issachar, el más erudito de los eruditos, el más piadoso de los piadosos, conocido entre sus admiradores como el santo sabio de Limnititzk.
Quien, como todo buen ratón de yeshivá sabe, puede citar cualquier página seleccionada al azar de cualquier libro del Talmud y sus comentarios… hacia atrás, del revés, en diagonal o expresado en términos puramente de valores numéricos, en once idiomas distintos tanto antiguos como modernos. También se sabe los nombres y los números de todas las estrellas del cielo, los cambios de posición que sufren durante el día y según las estaciones, y es capaz de determinar correctamente la fecha de nacimiento de los padres de una persona con solo contar las pestañas del individuo en cuestión.
A pesar de —o quizá gracias a— su prodigiosa virtud y su santidad volcánica, el sabio de Limnititzk es un as haciendo trucos de cartas y ayudando a dormir a niños inquietos con un único y awhiskado «¡Sha!». Como podréis imaginar, también puede caminar entre las gotas de lluvia. Cuando su consternado joven prodigio acude a él suplicando ayuda, el sabio promete de inmediato hacer todo cuanto esté en su mano. Transportado sobre los hombros de sus alegres seguidores, acompaña al joven de vuelta al pueblo: un peligroso viaje de tres días a través de un páramo infestado de lobos y ladrones, todos los cuales caen instantáneamente en un profundo letargo sin sueños al paso de la comitiva del sabio de Limnititzk.
Debido a su pureza extrema, Shmuel ben Issachar no entrará en la misma estancia, o incluso en la misma casa, que una mujer (exceptuando, por supuesto, a su igualmente
piadosa esposa). Por eso lo instalan en casa de los padres del novio, junto al nidito de amor de la joven pareja. A pesar de las miradas ansiosas de sus discípulos, fatigados por el viaje, rechaza cualquier ofrenda de comida y bebida (lo que destroza a la suegra de Gittel, que lleva en danza desde el amanecer para preparar un festín en honor del sabio, y que ahora, obediente, ha trasladado el campamento a casa de Gittel, donde aguarda
que le lleguen informes desde la suya). Ordena que le sea traída alguna prenda perteneciente a la aquejada. Nada indecoroso, Dios le libre: bastará un chal o tal vez un zapato. Sí, cree que un zapato sería lo mejor. Para sujetar a Gittel y quitarle la zapatilla es necesario que aúnen esfuerzos el joven esposo y seis mujeres de la familia. Gittel y yo no nos vamos a rendir ante el viejo fetichista de pies sin presentar batalla.
El objeto es transportado de una casa a la otra en una cesta cerrada, por miedo a que, como Gittel, empiece a brincar y a gruñir. Shmuel coge el zapato con la mano izquierda, se lo acerca a la nariz y lo olfatea de arriba abajo, a la manera de un gato curioso.
—¡Ajá! Ya decía yo que me sonaba ese rastro. Es ella de nuevo: Kokos. La innombrable.
Tal vez debería explicarme. Ben Issachar y yo somos sparrings de toda la vida. De hecho, esta espinosa relación nuestra se remonta hasta el mismísimo día de su concepción. Todo el mundo sabe que una matrona piadosa debería considerarse afortunada si se
encuentra frente a frente con un sabio al volver a casa de la mensual purificación en el baño ritual. Si esto ocurre, debe memorizar las facciones del hombre y tener su imagen bien fija en la mente la próxima vez que su esposo y ella hagan el amor. Una podría creer que un marido normal se mosquearía un poquito por tener que compartir protagonismo entre las sábanas con un extraño, por muy culto que este sea. Pero compensa: el fruto de una unión semejante será también un erudito. Recordad que estamos una la época en la que los médicos son meros barberos presuntuosos; en esta era, «mi hijo el sabio» tiene más caché.
Por eso, la madre de ben Issachar no pudo alegrarse más al chocarse con un tipo de barba blanca con la nariz enterrada en un libro. Tan absorto estaba el hombre en el texto que ni siquiera se fijó en la mujer que venía en su dirección. De haberlo hecho, la tradición habría exigido que cruzara inmediatamente al otro lado de la calle para evitar que lo mancillara el contacto fortuito con un ejemplar del sexo peligroso. Pero sus labios no dejaron de moverse y sus ojos no se levantaron de la página.
¡Huy! ¡Demasiado tarde! Antes de que la mujer pudiera virar, estaban rodilla con rodilla. La pobre mujer se tropezó con él y cayó al suelo. Desde esta posición privilegiada se esforzó por alzar la mirada, por grabar las doctas facciones del hombre
antes de que se alejaran de su vista. Pero lo único que consiguió fue ver el movimiento de sus labios y echar una rápida ojeada bajo su toga cuando el sabio dio una zancada más grande para pasar sobre ella, todo esto sin comerse una sílaba. Aun así, hizo lo que pudo con lo que tenía. Gracias a aquel fugaz vistazo desde abajo supo que se trataba de un erudito muy bien dotado, lo que garantizaba que no lo
olvidaría fácilmente. Sin embargo, el libro que tenía entre las manos era un tratado sobre los nombres de demonios femeninos, y el que dibujó con los labios, en aquel momento fatal, fue el mío.
El resultado de la cópula de aquella noche fue el niño ben Issachar. Como era de esperar, cuando creció se convirtió en un sabio cuya amplitud de conocimientos y profundidad de entendimiento no tenía parangón. Pero, como tenía mi nombre herrado en su alma infantil, nuestros destinos estaban entrelazados. Nada que yo pudiera hacer al respecto: las normas son las normas. Todo por culpa de su madre, por supuesto.
Me burlé de él; lo molesté; orquesté sus pesadillas; merodeé entre las sombras que proyectaba el candil de la casa de estudio cuando, en las profundidades de la noche, se inclinaba sobre sus pergaminos.
La mayoría de mis intervenciones resultaban inocuas. Hice un poco de ventriloquia para que una cabra atada en la calle le deseara buena salud; me senté en el borde de su copa para asegurarme de que le supiera agrio el vino; hice que su esposa se cayera de la cama durante la noche de bodas. Supongo que, desde su punto de vista, la gota que colmó el vaso fue mi pequeño interludio musical durante el Janucá, la fiesta de las luces, cuando lo obligué a cantar himnos cristianos durante siete días seguidos. Creí que el chico sabría verle la gracia, pero supongo que hay gente que no tiene sentido del humor.
En respuesta, aplicó el brillante foco de su intelecto al arte de dominar y exorcizar demonios. Desde los textos de la antigua Babilonia hasta las recetas latinas de monjes cristianos, pasando por cada sílaba de los escritos místicos de su propia fe, no hubo palabra relacionada con la materia que no memorizara. Sabía inscribir setecientos pentagramas protectores y círculos sagrados distintos, podía hacer amuletos a partir de cualquier cosa —desde el testículo de un dragón hasta una vieja cuchara de cocina—, y aprendió poderosas palabras ocultas desde los días de Salomón para atraparnos, paralizarnos, hacernos aparecer, desaparecer o, en general, hacérnoslas pasar canutas para mayor glorificación suya.
Así que, aunque pegamos tanto como —perdonadme la expresión— los huevos y el beicon, no hay mucho amor que digamos entre ben Issachar y yo.
A lo que estábamos. Shmuel coloca el zapato en el centro de la mesa, ordena que sean encendidas muchas velas alrededor de él y comienza a mecerse atrás y adelante, murmurando en una lengua que ni es el hebreo de la casa de estudio ni el yidis de las calles. En el dormitorio, protegida por la falange de su familia política, Gittel abre mucho los ojos, resopla desdeñosamente y, con una voz que nadie ha oído jamás, brama:
—¡Anda ya, ben Issachar! ¡Puedes hacerlo mucho mejor!
El reto se oye claramente en el edificio contiguo. (Las paredes que los separan no son más gruesas que dos rebanadas de pan de centeno). Los discípulos de Shmuel se arraciman en torno al maestro, observando con ansiedad; se estremecen las barbas en el aire cargado de humo. Pide el sabio un trozo de papel, escribe en él algunos caracteres, lo enrolla hasta conseguir una bolita y ordena que le sea dada de comer a Gittel, regada con una copa de vino sobre la que ha recitado una fórmula de exorcismo. Se traga/nos tragamos la bolita, pero escupe el vino con fuerza considerable. En la casa contigua, los discípulos dan un respingo al oír el explosivo «¡Ptua!», que hace vibrar las ventanas de medio pueblo. Tampoco es necesario que ningún intermediario transmita nuestro siguiente comentario-rugido:
—¿Es que no vas a aprender nunca, Shmuel? ¡Vino blanco con el pescado, vino tinto con los conjuros!
El santo hombre pide la pequeña cartera que ha traído consigo desde Limnititzk. La abre y saca un paquete envuelto en varias capas de tela. Lo desenvuelve despacio, mostrando un libro pequeño —no más grande que la palma de la mano de un niño— amarrado con una especie de pellejo moteado y asegurado con un cierre oxidado. A una
orden suya, todos los espectadores cierran los ojos. Cuando se les permite que los abran de nuevo ven al sabio sosteniendo entre los dedos pulgar e índice una llave diminuta. La mete en el cierre con mucha dificultad. Con un súbito chasquido que hace que se les
pongan de punta los tirabuzones de las orejas, el libro se abre revoloteando.
Las páginas aletean atrás y adelante, como movidas por una rauda mano invisible, y después se quedan quietas para revelar un descolorido diagrama de complejidad imposible. Frunciendo los labios, ben Issachar extiende un dedo índice y empieza a
recorrer el contorno de este laberinto.
Mientras lo hace, se crispa un nervio en la mejilla de Gittel, agazapada en el suelo de la casa contigua como un zorro acorralado.
Shmuel se adentra aún más en el dédalo. Gittel lanza un brazo al aire, que vibra a una velocidad asombrosa.
Llega a un hexágono, en lo profundo del diseño, y un estridente silbido emana de las orejas y el ombligo de Gittel. El sabio ladra una orden y su mejor discípulo hurga en la cartera, de la que saca tres
pequeños espejos con pie de peltre que colocan en torno al libro abierto. Shmuel, con el dedo todavía firmemente colocado sobre el hexágono, mueve los espejos con la mano que le queda libre, jugando con los ángulos y las posiciones de unos con respecto de los
otros. Está sacando la artillería pesada. Redoblo esfuerzos. Gittel rompe a cantar: una grosera balada amorosa en una lengua que no conoce, la crónica de unas actividades que ni ella ni los asistentes han concebido jamás ni en sus sueños más alocados. Respondiendo a una seña muda de Shmuel, los jóvenes de la casa contigua empiezan a salmodiar. Su quedo murmullo va aumentando de volumen y se eleva hasta llenar toda la estancia, la casa, el pueblo y el cielo de la medianoche. En uno de los espejos, brillante a la luz de las velas, aparece la cara de Gittel. En el segundo, Anya la apóstata. El tercero está vacío. Hasta que siento las palabras del siguiente conjuro de Shmuel tirando de mí como la resaca del mar. En las entrañas de Gittel, las letras del hechizo que se ha tragado se derriten y
estallan en ardientes esquirlas. Deslumbrada por su luz, me veo arrastrada a un remolino, doy vueltas y termino arrojada en el interior de algo que parece un estanque helado. Ya veo dónde estoy: atrapada en el tercer espejo. Con un movimiento rápido, el sabio —desviando los ojos— agarra el espejo, lo mete en una faltriquera de terciopelo negro, tira fuerte del cordón, mete la bolsa en un cofre de hierro y cierra de un golpe la tapa.
Qué bueno es el condenado. Me ha atrapado. En este asalto, sabio: 1, dybbuk: 0.
Poco antes del amanecer, Shmuel y sus discípulos se adentran en el bosque. El cofre de hierro no es más grande que un cojín, pero se necesitan cuatro hombres para transportarlo, y todos sudan y jadean. Ajeno a las dificultades de sus subordinados, el sabio vaga durante bastante tiempo, parándose ante distintos árboles, dando patadas a sus raíces, alzando la vista para observar el despliegue de sus ramas en la penumbra, examinando la corteza. Por fin encuentra uno, un viejo roble gordo a la orilla de un arroyo, que parece satisfacerlo. Agradecidos, los cuatro portadores depositan su carga a los pies del árbol. Shmuel acerca la boca al roble y le susurra algo. Una brisa que no mueve ningún otro árbol agita sus ramas. El sabio se agacha y se abre un agujero en la corteza. Ordena a sus discípulos que arrojen el cofre al interior de esta abertura. Cuando lo hacen, quedan ensordecidos por los chillidos y los rugidos que se escapan del interior del cofre junto con una filtración de vapores fétidos. Los hombres reculan, aterrorizados. Pero él se ríe y señala. La madera se ha tragado el cofre y el agujero se está sellando sin dejar cicatriz alguna.
Unas hojas de roble se posan en el agua, aunque no estamos en la estación adecuada para que caigan. Se alejan flotando, pero se detienen un kilómetro o dos más abajo, atrapadas en una piedra cercana a la cabaña de Anya la apóstata. La joven se despierta rascándose, afligida por un abrasador e inexplicable sarpullido que la atormentará el resto de su vida. El confinamiento en un árbol, dependiendo de la especie, puede durar varios cientos de años. Pero enfurecerse es inútil, es malgastar recursos. Y no pienso darle esa satisfacción al viejo Shmuel. Ya se lo tendrá más que creído: la pequeña anécdota de mi derrota en sus manos añadirá lustre a su leyenda. En torno a las mesas del Sabbath de su culto, las generaciones venideras se entretendrán contando la historia. Así que, rindiéndome ante lo inevitable, sigo el procedimiento habitual establecido para emergencias como esta. Como un gato, caigo en trance para aguardar el paso del tiempo.
Apenas doscientos años después, un rayo parte el árbol en dos. Junto con un torrente de desorientados refugiados —cuervos encolerizados, algunas ardillas, legiones de cochinillas y la serpiente que anidaba bajo las raíces—, me veo lanzada al aire libre. Lista para reanudar mi misión, emprendo el camino al dorf. No está allí. No queda ni rastro de él. Después lo intento con el pueblo. Irreconocible. La gran sinagoga, todavía en pie, ha sido transformada en una especie de almacén, pero está cerrada con llave. Detrás, en el viejo cementerio, abarrotado tras quinientos años de enterramientos, las altas lápidas se inclinan en ángulos imposibles. Se están hundiendo en la tierra. Entre ellas flotan volutas de niebla: fantasmas encolerizados. Me trasladan sus quejas: hace mucho tiempo que no viene nadie a visitarlos, nadie ha dejado siquiera una piedrita sobre sus tumbas. Y los aniversarios de sus muertes han pasado sin pena ni gloria: ¿dónde están las velas que deberían haber encendido en su recuerdo los hijos de sus hijos, que llevan por nombre sus propios nombres? Algunos han partido para descargar su enfado sobre esos irresponsables descendientes y han vuelto frustrados al no haber encontrado a nadie a quien atormentar con sus apariciones.
A nadie.
¿Dónde se ha metido todo el mundo? Me faltan las respuestas.